“Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue el no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra ‘madre’ era la palabra ‘madre’ y ahí se acaba todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba”
(Julio Cortázar)

viernes, 22 de octubre de 2010

06:45 am


Eran las siete menos cuarto cuando Carlos abrió los ojos y se topó con la oscuridad. El reloj, se agitaba benevolente junto a sus músculos doloridos mientras se ponía en pie. Exhaló tres veces dirigiéndose a la cocina, con los pies descalzos, para servirse un generoso café. Las luces de las farolas se dejaban ver a través de la ventana de la estancia y sorbió con delicada satisfacción: era lunes, y la vida continuaba. Dejó la taza en la encimera y caminó hacia la ventana de su cuarto piso sobre el infinito. Los haces de la luz repartían con equidad los primeros rayos de un triste sol de primeros de otoño que mantenía un sobrio diálogo de absurda geometría con los viejos edificios grises llenos de más ventanas que lo observaban en el exterior. Los primeros transeúntes del día caminaban con sus carteras, con carpetas, con todas esas cosas que definen un lunes en el género humano. Y mientras tanto, Carlos los miraba desde la ventana. Los miraba con júbilo, con una sonrisa en forma de luna iluminando su cara sin afeitar, complaciéndose de lo radiante que se sentía desde la altura, con el sabor del café en la garganta, con los pies descalzos, en pijama; mientras que ellos, como hormiguitas que se dirigen a su hogar, transitaban deliciosamente hasta los órdenes impuestos de su día a día. Y es que eso es lo que tienen las ventanas, esa caricia de inexistencia que a veces te llena de superioridad, ese instante incongruente que hace que por un efímero momento abandones el continente de la rutina, que te hace creer, por unos segundos, que no eres uno de ellos, que eres diferente, que no perteneces a su mundo.
¿Y por qué introducirse en la salud anónima de la rutina? ¿Por qué pertenecer a un modelo impuesto, a la urbanidad de la moral que viene a nuestro encuentro?
Sin embargo, sus experiencias le hacían recordar aquella inequívoca y paradójica conclusión: no existe placer como el de las ventanas, el único lugar donde la ley de la razón contradice las cosas que están escritas.

1 comentario:

  1. Las ventanas son tremendamente atractivas. Desde ellas nos sentimos dioses que contemplan sus criaturas desde la distancia, pero también seres derrotados que piensan en el haz de luz como única salida. Hace ya mucho, mucho tiempo escribí un brevísimo relato desde esta última perspectiva. Lo vuelvo a publicar hoy en mi blog, por si lo quieres leer.

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